8 minutos nos sobraron para coger el tren en la Gare de
Saint Lazare camino a Vernon, lo que se pudo haber traducido en perder el tren
si en el metro hubiese habido cualquier incidente, o si hubiera habido algo más
de cola para comprar las entradas, pero afortunadamente, no fue así.
Ya sentados, fue cuando di la noticia de que nos íbamos a
desplazar unos 80 km de París, pero mi madre y yo sabíamos que valdría la pena.
Por suerte, los miembros masculinos del viaje no tenían opción de abandonar la excursión.
En Vernon cogimos la primera navette hacia Giverny (una
navette es un autobús de una empresa privada que te lleva a sitios como
aeropuertos, museos… con horarios acordes a algún tren o vuelo con el que
enlaza). El viaje total, entre tren y navette, fue algo menos de dos horas,
tiempo suficiente para que me pusiera mala del estómago.
Tras una hora agonizando por el dolor que repentinamente me
había aparecido, reposando en bares y en la entrada del jardín, por fin pareció
cesar mi mal, y decidimos entrar en el objetivo de la excursión: la casa y
jardines que Claude Monet construyó en Giverny en 1890. Aquello, sin duda, hizo que me olvidase del dolor el resto del día.
Por mucho que lo intente, no puedo describir con palabras lo
maravilloso que es: miles de plantas, de todos los colores, en los que el verde
es, por excelencia, el predominante. Paseas durante horas por los jardines, y luego
entras a la casa del pintor, donde se pueden ver cuadros que hizo allí mismo.
La casa es estupenda, pero no tendría sentido sin aquellos maravillosos
jardines.
Luego te mueves hacia la parte más “oriental” de todo ello:
los puentes japoneses, los sauces llorones, y el estanque con nenúfares; esos
nenúfares que empezó a cuidar en 1897 y que él mismo inmortalizó en lo que en
francés se conoce como “Les Nymphéas”, una obra que se encuentra actualmente en
el musée de l’orangerie, en París.
El pintor hizo desviar el cauce del río Sena
para que aquello pudiera llevarse a cabo, y la verdad es que el resultado vale
la pena.
Caminando por ese “Jardin d’Eau”, pudimos oír unos ruidos que
no éramos capaces de identificar… hasta que lo vimos: ranas!!! Había ranas
rondando por los nenúfares! Parece imposible que todo ese espacio tan natural,
esté a tan sólo 80 Km de París, donde es casi un milagro encontrar algo libre
de contaminación
.
Cuando decidimos abandonar, con pena, aquellos preciosos
dominios, nos dispusimos a dar una vuelta por el pueblo, y visitamos el
cementerio. Después fuimos, a toda prisa, como es costumbre en mi familia, a
coger la navette que nos dejara en la estación de tren, para hacer el camino
inverso y regresar a París. La impaciencia casi nos hace coger un tren que no
era el nuestro, pero nos dimos cuenta justo antes de montarnos.
Finalmente, y tras 50 minutos de espera por un retraso en el tren, llegamos de
nuevo a París.
Los cuatro estábamos de acuerdo que aquello es una especie
de paraíso, donde no nos importaría para nada, pasar las tardes de verano.
Parece que al final, el sector masculino del viaje acabó agradado (menos mal!). A pesar de que París es precioso, creo que las imágenes más
bonitas me las llevo de esta excursión.
Visita más que recomendable a todos aquellos que vengan a
París con disponibilidad de pasar un día fuera de la ciudad.